En la cama aún quedan partes de una mujer Son partes
imperceptibles, en casi todos los sentidos, y aun así están allí de
forma incuestionable, intolerable; imposible dormir otra noche con el
sudor de una mujer ausente... Lo primero que se llevan son los
zapatos: uno infiere que no se quedarán mucho tiempo más porque los armarios se quedan con una o dos chancletas, unas pantuflas viejas y las
bombachas rotas del cajón; pero no se llevan todo, te dejan justamente
eso, lo que está dispuesto a joderte el recuerdo, la fotografía en sepia de lo que serán en un tiempo. Por eso las mujeres cuando se esfuman, lo primero que venden es el
colchón y con él, la cama, y si pueden la alfombra, y se compran zapatos
nuevos para pisar por donde anduvimos y recordarnos que aún tienen
tacos para salir corriendo, para perder alguno en los callejones y
esperar que un nuevo vagabundo se enferme por encontrarla, con una suela
en la mano y una carta de recomendación. Cuando cierran la
puerta, en la cama quedan presunciones de mujer, unas gotas que se
adentran en la espuma del colchón; de noche salen a recordarte que estuvieron ahí,
te anudan la garganta, te sofocan para que no puedas dormir y las
recuerdes aún más. Dejan el perfume en la almohada, para que no se te
ocurra que puedes olvidarlas. Conocí a algunas que se fueron sin
dejar nada, ni un alfiler, como si nunca hubieran estado ahí. Uno
mismo llega a dudar, si estuvieron en verdad, mira desconfiado las patas
de la cama e intuye que por algo están un poco más gastadas. Uno se
palpa los bolsillos constatando que no le falta nada, uno tiene el
impulso de hacer la denuncia, de escribir una carta de amor sin
destinatario, de salir gritando: ¿dónde estás? Por momentos uno
regresa a los lugares de siempre, a las dudas reales de ausencias no
constatables, hasta que pasan unos tacos de ladrona, despiertan con su
aullido la memoria y nos pasan de largo como nos pasan por dentro, nos
pisan el alma como pisan cemento; es entonces cuando sin razón ni
aliento, uno recuerda que pasaron sin dejar nada, nada más que un vacío
bajo sospecha de no poder ser colmado.
Hay gente que lastima sin querer, ahí, gente que lastima queriendo. Allá, palabras que hieren sin serlo, ahí, palabras hiriendo. De los primeros mi lástima, de los segundos mis lágrimas. Hay gente que habla sintiendo, ahí, gente sin sentido diciendo. Hay manos que empujan queriendo ahí, manos que empujan doliendo; a las primeras agradecimientos, de las segundas me iré perdiendo.
El cuentista se despertó empapado, empapado en olor a tabaco y encierro, en un cuarto diminuto. Sus ojos nunca se terminan de acostumbrar al cambio, lo que para algunos es pronto, para él, siempre era demasiado tarde, o viceversa.
La hoja en blanco lo esperaba como una amenaza incierta, del mismo modo, que lo acechaba la ventana, de un cuarto piso. Muchas veces se preguntó: si seria suficiente, suficientes letras en el blanco, suficiente altura, la de un cuarto piso. Abajo el mundo era otro, uno que perdió de vista hacia tiempo, uno que podía ver desde su torre enana, desde su mirador deforme y parapléjico. La gente, el resto, los participantes del mundo, parecían fichas, monedas, huevos fritos, alguno de ellos, una vez fue revuelto o yema reventada, él mismo había intentado ser un huevo estrellado, pero no pudo más que ser dedos amarillos de tabaco, manos amarillas de tabaco,escribiendo libros amarillos de borrachos. En algún momento se percató del ruido: era el llamado de una niña, su propia y olvidada niña abandonada en la sala o en algún otro lugar, que no era el cuarto consumido por los vicios. Un llanto que se oía lejos de los retazos de tabaco, de los dedos amargos de pitar.Más lejos aún de lo que recordaba el cuentista, que cada tanto la recordaba, como recordaba el mar. que tan solo a tres cuadras, se mantenía divorciado de sus sentidos.
El llanto pronto fue insoportable, atravesaba la pared, la puerta, la hoja en blanco, el lápiz y los dedos podridos, podridos de llanto y tabaco. Quizás entonces el cuentista volvió en sí. En su propio y abandonado si, en la niña que le reclamaba incansablemente, que terminará de escribir, que abriera la puerta o se lanzará por la ventana. Decidió abrir la puerta, que parecía hinchada por la humedad o el desuso, el resto del cuarto piso: es un mundo desconocido, sin nada, sin absolutamente nada. Solo entonces el cuentista supo que jamás saldría de aquella hoja amarillenta sospechosamente en blanco
Cierta ocasión me encontraba en el apartamento de Elena Desanti, en
uno de nuestros habituales encuentros que por motivos prácticos solían
darse en su diminuto y acogedor apartamento. Este se situaba en un
cuarto piso del centro de la ciudad y contaba con una vista espléndida
que dejaba ver la plaza central. La Señora Desanti es una viuda
bastante culta, de carácter sobrio y apasionadamente dada a los afectos
carnales, por este motivo mantenemos de un tiempo a esta parte una
relación de amistad y encuentros casuales. A pesar de su edad se
mantiene agradable a la vista y en un envidiable estado físico. He
leído en algún artículo de un periódico que no citaré (no por precaución
sino por olvido) que los cuarenta son los nuevos treinta y teniendo en
cuenta lo apetecible que se ve la Sra. de Saint, puedo confirmarlo. En la sala del apartamento 4, todo está cuidadosamente dispuesto y
delicadamente acomodado, hasta el gato gordo de angora acurrucado en el
sofá, simulando un vívido adorno. Una mesa ratona de caoba que
presenta una serie de pocillos de clásicos colores negros y blancos en
cuyo interior abundan aceitunas, maní, nueces... festín coronado con dos
copas de estilo abombado y pie corto, propias del cogñac. Lo que una
dama acostumbra beber, no es casual y habla mucho de su carácter: el
coñac es un claro ejemplo de aquella teoría: somos lo que bebemos. Junto
a dicha mesa, dos almohadones dispuestos a modo de asientos daban un
ligero toque japonés, el cual le elogie diciendo: — ¡Qué excelente gusto el suyo!, íntimo, juvenil... No terminé de comentar, pues, la señora Desanti me interrumpió con una anécdota. — ¡Hablando de intimidad, ¿puede usted creer?! —dijo en tono levemente
alterado— Al apartamento 4B, se ha mudado una pareja de nuevos
propietarios, ellos de costumbres campechanas y poco amables, no han
tomado a bien mi sugerencia de poner coto a sus dos niños, que alborotan
la convivencia. !Corren, juegan de forma desmedida y lanzan unos
alaridos!, ¡son unos mocosos que no dejan dormir ni siquiera la siesta! No supe cómo reaccionar a ese comentario y esperando que algo se me
ocurriera o comprendiera en su totalidad lo relatado por la señora
Desanti, es que puse cara de sorpresa y ella continuó con su monólogo. — Para colmo, cuando fui a hablar con esa pareja tan desconsiderada, me
cerraron la puerta en la cara con total desfachatez al plantearles la
posibilidad de que se mudaron a un sitio más acorde, una casa o un
"penthouse" donde sus pequeños salvajes no molesten día y noche como lo
hacen. Sus gritos se escuchan desde planta baja... ¿Acaso no tenemos
derecho al silencio? ¿Puede creerlo usted? —sentenció a modo de pregunta
la señora Desanti. Yo, que no salía de mi estupor, pude reaccionar a tiempo para decir: — ¿Y no accedieron al menos a amordazarlos? Los niños deberían nacer
adultos para no pasar por estos momentos tan desagradables... Inmediatamente pensé que mi comentario (obviamente irónico) podría poner
fin a tan prometedora velada (quizás pensé una cosa y dije otra). Por suerte la señora Desanti, no demoró en responder. — Deberían, deberían... La tarde siguió más o menos como la preveía: el gato inmóvil bajo la
luz de la ventana, el coñac en su punto, exquisitas las aceitunas y la
Señora Desanti. Últimamente no la he visto mucho y las visitas se
han reducido bastante. Esto no se debe, a que la compañía de la señora
Desanti, me resulte desagradable sino más bien a que no consigo una
nana que se preste a cuidar al niño que como “casi todos” llevo dentro.
Las letras en los carteles
que dicen veinticuatro horas, no son amor; los cuadros con corazones y frases de vos, no son amor; el diario del lunes con los muertos del viernes, no es amor; el cúmulo de puntos que se asfixian en el recuadro de “hola y adiós”, no son amor.
Los cuarteles,
las fábricas,
el tren,
la carga y descarga de estiba
que llega podrida de china,
no es amor;
las cuatro palabras sueltas que todos dicen,
no son amor;
el jeroglífico de corazones y flechas
que secan los árboles,
no son amor.
Las camas de los hospitales,
de las putas,
de los hoteles de paso,
de las alcobas desiertas,
no son amor.
La bolsa o la vida,
no es amor;
la bala perdida,
el atraco en la esquina,
la cosa que fuman en pipa,
no son amor.
Los solos y solas
que desesperan
tomando y sonriendo
ahogados en cuartos
sordos y mojados,
no son amor.
Los tangos de Julio Sosa,
el pliqui pliqui,
las baladas,
los que tocan dormidos
por dos copas de vino,
no son amor.
El pene erecto,
la concha vacía,
el látex,
el cuzco,
la vara y la marca,
no son amor.
Las seis de la mañana,
el camino a la chamba,
el que te toca el culo en el metro,
el que te pide monedas en el centro,
no son amor.
Las mañanas de invierno,
las de verano sin viento,
el otoño que te fuiste,
la primavera que nunca llegó,
no son amor.
Los teléfonos apuntados en los baños,
las notas de "ven a salvarme",
los "vete ala mierda",
no son amor.
El salvataje
de último momento,
los abrazos a destiempo,
la distancia entre "hasta siempre y nunca más",
lo que pudo ser y no fue,
las ganas de que te vaya bien,
el que se para a ver si estás vivo,
la palabra que te regalé entre abril y enero,
el nido que se calló del piso noveno,
la estatua de los mártires de Acosta Ñu...
Atrás del morro vivían miles apilados como muñecos, padecían y morían como moscas;
algunos sobrevivían, pero pocos, casi ninguno salía de las calles polvorientas del Fregau.
Ivana (como otros tantos), nació grande; nació con los ojos negros bien abiertos y todos los sentidos puestos, aun así y antes de que corriera por sus piernas sangre de mujer, ya escapaba de las manos de los negros que la correteaban por entre el chaperío, no siempre corrió tan aprisa o se despertó a tiempo, alguna noche la arrinconaron contra la madera o los restos de bloque pelado y amaneció llorando, no hay mucho más que hacer, correr a tiempo, no hay mucho más que decir.
A los once ya tenía más ideas que rulos, una boca mullida y una mirada filosa y la respuesta rápida al bobón de turno.
Parada sobre el morro, veía caer la noche en la miseria de luces amarillentas, las corridas, los gritos, la música del terreiro y el alboroto de los niños; comprendió que fue una decisión correcta, sus motivos tenía, bastaba con ver cómo arrastraban esas mujeres a sus hijos, lo demacradas que estaban, lo condenadas que se mantenían, criando uno tras otro, echándolos de las casas ni bien salía el sol y dejándolos entrar por la noche sin preguntar a donde fueron. Los más grandes, a veces no regresaban o regresaban a los años; los del medio arrastraban a sus hermanos y los perdían en los descampados o los regresaban cagados y mugrientos a la hora del almuerzo.
Al pie del morro crecían pobres como granos en la tierra, la mayoría explotaban jóvenes y algunos se pudrían un largo tiempo antes de ver el sol.
Ivana Sousa das Rozas no estaba dispuesta a poner un punto más en el Fregau, no todo era así de oscuro como lo pintaba la noche, allí también estaba la Mae con los ojos dados vueltas, con el altar de todos los dioses, con los blancos y los negros, también los rojos, y te veía el futuro y te buscaba en el pasado y fumaba como loca y bailaba y tomaba cachaza; entonces hablaba con otra voz y te decía cosas al oído o te trataba de puta a los gritos, dependiendo del ánimo de los orishas o de la cara de la morena. También estaban los que comían mangos y parecían felices; como Tiño, que andaba cantando por la calle y saludando con una sonrisa de lado a lado, y te encandilaba con los dientes blancos y los ojos buenos, pero nadie se salvaba de la miseria, los que no la sufrían en la panza la padecían en la almohada o tenían esas culpas guardadas que le llevaban a la Mae o que cantaba Tiño cuando estaba triste.
De pie, aun de pie, Ivana recordó que la Mae le advirtió sobre el moreno “La gente buena también hace cosas malas, aunque sea sin querer” lo recordaba ahora, pero no cuando Tiño le acarició la espalda y se le abrieron los labios mientras cerraba los ojos, entonces no había favela ni dolor, solo las manos bajando por la espalda y erizando la nuca.
Imposible pensar en otra cosa cuando sintió esa sombra dulce por el pecho y se desesperaba como si no quedara tiempo suficiente. Los miedos desaparecieron, el pasado se esfumó, las manos de Tiño le dejaron la piel nueva y la mente en blanco, apenas podía reconocerse entre los dedos del mulato, entonces no recordó promesas ni juramentos y bailó, jadeó y montó por primera vez al negro y éste la acompañó con el ritmo afro, con los latidos latinos, y las palabras en portugués. Cuando Tiño se le aferró a la espalda ella sabía que no resistiría más y se apresuró para alcanzarlo, trató de contenerlo un momento pero el tibio río la recorrió por dentro.
Hincada en la piedra maldecía su suerte, no dejaba de recordar, de intentar reconstruir sus pasos, como si con eso cambiara algo. Abajo, las casas diminutas empezaban a desaparecer, retumbaba la advertencia de Mae do Santos, el canto de Tiño se disolvía en la costa; el dolor comenzó a disminuir también las fuerzas y como una cruz enterrada en su vientre las dos agujas de cocer cumplían la promesa; Ivana Sousa das Rozas
¡jamás tendría un hijo!
Mordió con fuerza el cuero y sintió el silbido del aire, sus manos se
hundieron en el marco de hierro de la cama, como si quisieran abrir los
barrotes, y el grito de placer se ahogó en su propia saliva
—placer sin dolor es amor de papel— le susurró al oído y se adentro en ella como si fuera un bosque al que arrasar
Allí estaba mi lápiz intentando sacar la transfusión diaria y cotidiana. Letras en blanco sin sentido, apenas letras invisibles de sangre inexistente. Hoy que no tengo la fuerza ni el valor, el lápiz sigue reclamando su sacrificio metódico, sus cuarenta letras con sus noche y sus días.
Su peregrinaje religioso, su pecado y su culpa. ¿No le es suficiente? ¿No nota aquel lápiz egoísta que ya derramé todo en el suelo? ¿No ve que hoy soy el cadáver del hombre de ayer?
Cualquiera podría pensar que un par de días en el desierto de tinta y grafo es más que suficiente, que al desamparo de la noche le sigue el agobio del día. Mi lápiz no sabe de hombres ni de noches, mucho menos de días, solo es un eyaculador atroz. Solo sabe de berrinches, garabatos y puntos. Es un niño, un niño que se excita, que me toca el culo o las bolas, es un niño que malcrié y que ahora me reclama cosas que no tengo.
Hoy no sabe de nada, no entra en razón, no entiende que lo amo y lo detesto, sobre todo hoy lo detesto; me mira con su ojo puntiagudo, con su profundo ojo negro y quiere decirme cosas, confundirme, animarme a que lo mime, que lo estrangule, que lo masturbe en la hoja que no tiene ni tuvo la culpa, pobre hoja... sodomizada por un lápiz y un escritor sin más talento que el delirio.
Es una buena hoja, obediente y callada, sumisa a los ataques de un consolador de madera; yo aquí del otro lado de la hoja y el lápiz estoy destruido, hoy no hay orgía ni fiesta, hoy defiendo la virginidad de esa hoja, que maltratamos a dúo tantas otras veces.
El lápiz no me comprende ni a la hoja, solo la maltrata sin sentido, me interpongo con mi mano, con mi palma, con la muñeca y él es solo un niño malcriado que me corta las venas para escribir estas líneas de mierda.
Durante aquellos años no me cuestionaba muchas cosas. Como casi todos
los niños, uno pregunta “¿es
verdad?”,y queda medio desconfiado de las
respuestas; pero no es cuestionamiento, es simplemente desconocimiento. Para colmo yo era uno de esos niños fácilmente embaucados por historias irrisorias y poco elaboradas. En ese entonces, la maestra era como la gran enciclopedia de la verdad, una verdad incuestionable.
Se sentaba en aquel escritorio enorme, sosteniendo con una mano una
galleta de arroz y con la otra sumergia incansablemente el saquito de
té. Mientras tanto nos miraba por encima de aquellos grandes lentes, de
armazón plateado y cadenita. Su sola presencia imponía respeto y temor,
dos cosas que en ocasiones son difíciles de disociar. Luego de aquel ritual,
dejaba la galleta sobre una servilleta, de papel perfectamente
dispuesta a un costado de la tasa, que a su vez servía de apoyo a la
cuchara donde luego dejaba descansar el saquito de té. Pasaba la lista
prestando atención a cada presente y preguntando si teníamos a mano, la
tarea del día anterior. Escuchando con atención y gesto de reprobación
excusas infantiles de los que estábamos más al fondo, perros, pianos
imaginarios, hermanos menores y dos o tres excusas más transmitidas
generación por generación, entre niños que jamás se conocieron.
Recuerdo aquella clase en particular, la he repasado algunas veces a lo
largo de mi vida. Creo que a todos nos llega el día en que dejamos de
ver a aquella maestra como la razón absoluta y la empezamos a ver como
una señora de dudoso criterio. No fue por decir algo incongruente,
ni una falsedad fácilmente comprobable, aunque me sonó a la mentira más
grande del mundo, a la burla más doliente de mi vida. ¿Saben que nos diferencia de los monos? -dijo en tono de examen-.
Las respuestas no tardaron en llegar y fueron las que todos podemos
imaginar. Entonces se quitó los lentes y los dejó sobre el escritorio,
como cuando nos iba a decir algo importante. El dedo prensil. dijo,
moviendo ambos pulgares, haciendo el gesto de estirarlo y
enrollarlo contra la palma de la mano. No pude seguir prestando más
atención, después de eso apenas sé de qué hablaba, algo de sostener
herramientas y funciones humanas varias.
Para mí fue como un "flashback" al día anterior.
Mi padre llegaba bastante tarde a nuestra casa, tenía que tomar por lo
menos, un bus, un tren y un subterráneo, para llegar. En aquella época
no pasaba de los treinta años y tenía más facha de subversivo, de lo que
fue en su vida. Lo recuerdo delgado, alto, con la barba espesa y una
melena importante. Caminaba un tanto encorvado y aunque llegaba muy
cansado, tenía un tiempo para nosotros y cada tanto nos traía algún
dulce, que armaba el revuelo de mis hermanos. Aquel día no llegaba,
intente quedarme despierto lo más que pude y no se que tan tarde en la
madrugada, sentí la llave en la puerta. Llegó midiendo como diez
centímetros menos, tenía una cara pálida y los ojos más tristes que le
vi en mi vida. Traía una mano vendada y recogida sobre su pecho, como
quien atesoraba algo invaluable. Pude escuchar a mi madre llorar y él,
consolarla en la madrugada. Una máquina que tarde años, en saber qué era
un balancín, le aplastó uno de sus dedos pulgares. Yo sé que mi padre no es un mono. Llegué a decirle a mi última maestra, antes de salir llorando de aquel salón.
Solo conocí dos sabores de café en mi vida,
el tercero lo tomé en el bar Andújar,
recostado en la ventana
esperando que llegaras para ocupar el lugar que tenía reservado
sin saber que ya mucho antes vos tenías preparado el lugar marcado para hacerte querer.
Entonces,
no fue ni amargo ni dulce,
fue el que fue,
y el que no sería jamás,
tenías el pelo revuelto y no decías mucho con palabras,
pero mojabas los labios de una forma que invitaban a morder
y el café duró como mil horas,
el fondo infinito duraba para siempre,
tus ojos se abrían y cerraban,
nos mirábamos y nos veíamos en otros lados
en mil cafés de distancia,
en una tarde escondidos del invierno
o escapando del verano.
Traías el pelo revuelto
y el café se te subía a la cabeza,
yo decía cosas
porque digo cosas cuando estoy nervioso,
nada me pone más nervioso que tomar ese café,
pero ahora sé que son de esos nervios lindos que acompañan el amargor,
como el amaretto
o las galletitas de coco.
En algún momento se nos subió a los dos
y andábamos como borrachos
hablando en portuñol o espagues
o lo que sea que habláramos con los dedos,
pero tus dedos se me escapaban se hundían en el pocillo
y quedaba dulce
y los probé uno por uno
y todos me supieron a ti.
La gente entraba y salía
y hablaban cosas como habla la gente
y se echaban las culpas
o se contaban tonteras,
pero tú,
yo,
nuestro café,
siguen un diálogo eterno
haciendo marionetas de vapor,
de humo,
de café,
de deseo de tener
y nos teníamos un rato,
nos dejábamos escapar
para encontrarnos al segundo
pronunciando una nueva palabra
o poniéndole otro nombre al mesero
para que trajera otra galleta de coco
con la que hacer bollitos o alimentar los pájaros imaginarios que nos picaban los pies.
Ese día supe
que siempre había tomado café por los motivos equivocados
con los sabores errados
porque tenía un montón de tardes de holas y adioses,
y este que aún bebemos a sorbos no se preocupa por esas cosas ni teme desaparecer.
Efrain siempre tuvo una vida ordenada y planificada. estudios básicos de acuerdo a sus capacidades y un trabajo de lunes a sábado con el que llegó a tener su propia casa. fue así que al llegar a la mediana edad y teniendo en dónde y cómo decidió poner ve en campaña de encontrar una pareja con quien disfrutar sus logros y sus aficiones por la ornitología.
desde muy pequeño, producto de una tradición familiar, gustaba de observar aves. Su padre destinaba para tales efectos, fines de semana, feriados y licencias. Efraín llegó a ser todo lo que aquel padre hubiera deseado.
Efrain veía reflejada su vida, en la de su padre, de tal modo que llegó a tener sus mismos sueños y temores. entre los miedos, el de tener una pareja sin lugar a duda representaba el mayor de todos.
Su afición por los pájaros lo lleve un verano a un pueblo perdido entre las montañas. en aquel valle detenido en el tiempo lograría más que en todas las expediciones de su vida. Una posada que apenas contaba con tres cuartos fue su refugio del calor y descanso de sus noches.
una mujer entrada en años lo recibió cordialmente y después de abundar en preguntas de rigor y de curiosidad, le entregó una llave, el control de un ventilador de techo y un juego de sábanas bastante decentes. la mujer de pelo plateado lo condujo con simpatía por los corredores de una improvisada posada que denotaba la falta de huéspedes.
ya verá usted qué encanto de muchacha es mi niña, y tiene su edad. - le dijo a Efraín la señora que parecía buscar un buen partido para su hija.
Efrain agradeció la hospitalidad y entro a un cuarto de ventanas amplias, pequeño pero acogedor. una cama de hierro labrado de una plaza una pequeña mesa de madera antigua y una silla de estilo bizantino con un rojo tapizado. desde la ventana podía ver el valle, un puñado de casas definían todo el pueblo. Efrain contempló en silencio y pudo entender por qué aquella anciana tenía tanto interés en promocionar una hija que efraín no vio sino hasta la mañana siguiente.
la noche lo despertó algunas veces, ruidos de aves nocturnas, un delicado viento que mecía algunas campanitas apostadas en el dintel de la ventana. entre todos los sonidos pudo su oído entrenado descifrar el canto de una garza nocturna o garza bruja como se les conoce en el chaco. Efraín se sintió emocionado y satisfecho y aunque mal descansado el viaje empezaba a sonar prometedor.
En la mañana recorrió nuevamente el pasillo y una deliciosa muchacha de aspecto trigueño y fresco, sus ojos lo cautivaron de inmediato y su figura estaba fuera de este mundo
Buenos días, tu debes de ser Efrain, soy Maya - dijo la muchacha en un armónico tono de voz tan parecido a el canto de las aves.
hola, soy Efraín- apenas si pudo responder embelesado por la dulzura de la más hermosa mujer que sus ojos hubieran visto
Aquella excursión de Efraín cambiaba rápidamente de propósito, en lugar de buscar un buen lugar para avistar y disfrutar de las bellezas de la naturaleza pasó a ser la obsesión de la belleza natural de una mujer que se le perdía entre las pocas casa o lo sorprendía en corredores. Efraín no tardó en desplegar todo el absurdo arsenal de los hombres enamorados, y perdidamente se dejó cautivar.
Maya también hizo su parte, y más rápido que aprisa se vieron recorriendo el valle de la mano o jugando juegos de enamorados. Efraín se empezaba a olvidar de su vida ordenada y solo se dedicaba a corretear a una muchacha que casi siempre se dejaba alcanzar.
La propuesta fue obvia y poco meditada, en la ladera de la montaña él le propuso que se fuera con el, que vivieran una vida armada en una lejana y ruidosa ciudad. Maya no escucho sus instintos si no su corazón y no tardaron en partir. Berithz la madre anciana de Maya les concedió sus bendiciones. no sin antes tener una larga charla con Maya de la que sólo ellas conocen su contenido y que Efraín no se atrevió a indagar. Maya salió de aquella posada con los ojos empañados pero felices y una pluma de garza trenzada a un collar de hilo azul brillante.
Para Maya la ciudad era sorprendentemente extensa e incomprensible. tan grande que le resultaba pequeña. eso tienen las ciudades un campo enorme intransitable que nos condena a espacios reducidos. aun así Maya disfrutaba de la compañía de Efraín e intentaba seguirle el paso, de pronto los roles cambian y maya era quien correteaba y Efraín casi siempre se dejaba atrapar.
Para Efraín todo funcionaba de maravilla experto, que algunas noches lo despertaba el sonido de una garza nocturna, en un primer momento convencido de que se trataba de un sueño ni siquiera terminaba de abrir los ojos y seguía su descanso como nada. una noche despertó al notar no sólo aquel peculiar sonido, Maya no estaba en la cama. en su lugar sólo un collar de hilo azul con una pluma trenzada de garza.
Efraín salió de sí, buscó a Maya sin suerte por toda la casa. recorrió las calles cercanas, gritó su nombre en la noche y regreso sin suerte a alimentar unos celos tan grandes que ni siquiera se percató de que Maya entraba volando por la ventana, sus brazos empezaban lentamente a tener dedos en lugar de plumas y su rostro trigueño manchado de hollín y polvo retomava su aspecto habitual y humano. nada de eso lo sacó de su intención de reproche y enfado. grito durante toda la mañana caminó sin parar del cuarto a la sala, la señaló con el dedo le recriminó cosas sin sentido. Efraín salió de la casa cerrando puertas y ventanas corrió por la calle de los cambalaches y regreso con la jaula más grande y pequeña del mundo.
Maya es una garza que ya no canta, del blanco de su pecho sólo quedan grises y mates. sus ojos no son ni la sombra de lo que fueron. Efrain…Efrain es un hombre de vida común y costumbres opacas con un collar azul del que cuelga trenzada una moribunda pluma de garza
El niño viejo me empezó a hablar de cosas sin sentido. hablaba sin parar.
—Tengo un bulldog en el bolsillo, hace un rato esto estaba lleno de tortugas azules...
Miré su bolsillo, no podría entrar en él ningún perro ni siquiera de
juguete, el bolsillo estaba deshilachado, un colador por donde cabía la
posibilidad de que uno o varios perros pasarán, al menos de juguete.
—¡Qué decís, acá sólo estamos nosotros! —intenté tomar su temperatura
tocándole la frente pero se movió bruscamente, lanzó un tarascón y se
echó a reír.
—¡Vos que sabes si sos tremendo pancho!
El
niño viejo seguía respirando con dificultad, de a ratos dejaba de
respirar o salía corriendo a gritarle a los autos que dejaran de pisar
el pasto.
Alguna persona pasaba y nos miraba con asco, asombro o
lástima; pero nadie detenía a los coches que seguían pisando el jardín y
dejaban unos surcos infinitos donde nadie podía plantar nada, quemaban
el pasto con las frenadas y el ruido ahuyentaba a las gaviotas que
dejaban de cazar gusanos para salir despavoridas a esconderse detrás de
los semáforos.
El niño viejo seguía gritando que se detuvieran,
lloraba de rabia, solo lo vi llorar de rabia: era demasiado viejo para
llorar por otros sentimientos. Intenté calmarlo, apresarle algunas
lágrimas para mañana, para cuando tuviéramos otra rabia por la cual
llorar, me saco a patadas.
—¡No toques, qué tocas Gil! —me pateaba los talones y me gritaba que los detuviera.
Yo no podía hacer nada, solo pescaba peces transparentes que desaparecían en mis manos.
Empezamos a buscar algo adentro de la bolsa, el niño me dijo que él lo
dejo allí en el fondo, que buscara, que tenía que estar. Me sumergí,
nadé en el líquido pegajoso y encontré a las gaviotas —a ellas les
gustan los peces transparentes — y así saque un par del pico y se las
di, él dejo de llorar, ya no te tenía más rabia y a mí no me quedaba más
lástima; nos quedamos quietos mirando como comían gusanos de entre los
surcos infértiles del patio.
Me abrazó, nunca me abraza, nunca me
quiere, siempre me dice que querer es para para pendejos; me dejé
abrazar, yo sí lo quería aunque nunca podía decírselo.
Por eso
buscaba gaviotas en el fondo del río y yo sé que el lloraba para que las
trajera, pero ninguno de los dos lo decía, nos queríamos con rabia, por
eso él solo lloraba: porque la rabia es el amor de los que se quedaron
sin cariño, de los que se cansaron de esperar que las gaviotas los
quisieran y ahora del pico, del ala, o de la cola, las traemos a comer
de los surcos.
—¡Mira, ahí está se esconde, atrás del semáforo, nos quiere rastrillar las cosas¡ —señaló con su dedo de moco.
—No, no es ella, es otra —afirmé la vista, pero solo veía adelante nunca atrás de las luces.
—¡Qué sabes vos, te digo que sí, que es, esconde la leche!
Un hombre pasó y nos tiró una moneda, la moneda se partió contra el piso, se partió como en veinticinco.
—Ves, te dije que no es.
Rasgamos la piedra y la moneda ya estaba enterrada en la losa, en el
pavimento, en veinticinco lados distintos donde nunca la encontraríamos.
El niño volvió a abrazarme, ahora para sacarme de las manos la bolsa,
para buscar las gaviotas y traerlas a patadas porque no quedaban peces,
porque él nunca las traía de la mano, siempre a patadas y yo sé que no
lo hace de malo, lo hace de viejo, porque ya quedan pocas y la moneda
esta partida como migas en el piso, y no queremos pensar que es la
última vez que tendré que volver a ser el niño buscando monedas para
rellenar una bolsa de leche con pegamento para poder encontrarnos y
perseguir felices a las gaviotas.
Desperté como de una pesadilla en plena noche. Sudor frío en el pecho,
la vista ciega a la penumbra y a tientas te busqué debajo de la colcha. A
medida que mis dedos se aproximaban a ti, temblaban y se arrepentían,
se detuvo mi respiración intentando escuchar tu sonora exhalación, solo
noche, silencio y frío. Jamás tuve tanto miedo de encender la luz,
de mirarte fijamente. Nunca he renegado tanto de una certeza, no pensé
que llegaría a ser tan importante hablarle a alguien que a claras luces
ya no está. Apenas te rocé con la yema de los dedos, fue más que suficiente para constatar la tragedia.
Aquellos ojos entreabiertos, vidriosos, vacíos, secos (como los ojos de
los peces muertos), se mantenían fijos y estrábicos. Tu cuerpo fijo,
inmóvil, arrollado de tu lado de la cama, un ovillo de carne tiesa, los
músculos contraídos, la piel apagada. El pelo desparramado en la
almohada, fino, despeinado y esos ojos, no puedo más que ver esos
ojos... ¿de quién son esos ojos que ahora no son tuyos ni míos?
Apoyé mi mano en tu frente gélida e intente sin suerte terminar de bajar
tus párpados. No es tan sencillo como en las películas, no es tan fácil
como parece. La boca entreabierta, los labios partidos y secos, el
grito en la garganta, dormido aprisionado, como mi angustia, como el
llanto que se me quedó en mitad de cuello, atravesado como un alfiler,
pinchando y lastimando. Traía un sabor metálico en la boca, un sabor que
mastiqué, tragué y regurgité. Tú, en cambio, lo mantenías en el
paladar, pude sentir el olor, el hedor de la muerte flotando en tus
labios. ¿Cómo has podido traicionarme de este modo? Siempre dijimos
que yo me iría primero, que soy incapaz de soportar esto, que no tengo
las tripas ni la voluntad para aguantar solo sin ti este maldito y
egoísta momento. Salí descalzo de la cama, el piso no estaba ni la
mitad de frío, encendí la hornilla y calenté una caldera de agua,
suficiente té para dos, absurda y acostumbradamente para dos. Cuántas
cosas serían absurdas para dos a partir de este momento. Tomé el
teléfono sin siquiera mirar la hora, no recordé ni un solo número, sabes
que siempre te los pregunté. Busqué la libreta absurda que tiene tu
caligrafía, el pulso que perdiste, la tinta reseca como la sangre y
llamé a la menor cantidad de gente posible, creo que es lo que
corresponde, lo que se estila en estos casos supongo. Hijos, parientes,
yo qué sé…. gente que no está acá; que no tienen los ojos abiertos, que
verdaderamente duermen, que preguntan infinidad de estupideces: ¿cómo
pasó?, ¿cómo estás?... El nudo asfixiante de la gola y la noche aún
adolescente, más adolescente que nunca, el té con gusto a rayos y el
agua que no calienta, pero quema la boca. Justo a mí que jamás entré
a un velorio, que le tengo pánico a la muerte, a los muertos por
ósmosis. Justo a mí que me quedo con lo último que me das, preferiría
mil veces ser yo el primero, así soy de egoísta, así soy de dependiente.
Me vino a la mente tu mirada de indiferencia, de rencor, de reproche;
también de amor, de perdón, de piedad... cualquier mirada es mejor que
esta de ausencia y frío. Contuve el impulso de regresar al cuarto, de
reprochártelo en la cara, de llevarte la taza de infusión que preparé
inconciente. El resto es el ritual imbécil: el traje negro, la
corbata, los zapatos que lustraste por última vez y la camisa de
casamientos, bautizos y funerales a los que nunca entré. La silla
solitaria, el sofá opaco para seis, el café rancio, el olor a madera y
muerto, los golpes en la espalda, las palabras de aliento, el susurro
del cuarto, las anécdotas del susodicho, los chistes malos de fondo, el
llanto de los que te han querido bien, de los que se sienten en el
compromiso y este nudo filoso que me rompe la garganta.