La voz interna

domingo, 1 de enero de 2017

EL ENTIERRO






 

EL ENTIERRO





Desperté como de una pesadilla en plena noche. Sudor frío en el pecho, la vista ciega a la penumbra y a tientas te busqué debajo de la colcha. A medida que mis dedos se aproximaban a ti, temblaban y se arrepentían, se detuvo mi respiración intentando escuchar tu sonora exhalación, solo noche, silencio y frío.
Jamás tuve tanto miedo de encender la luz, de mirarte fijamente. Nunca he renegado tanto de una certeza, no pensé que llegaría a ser tan importante hablarle a alguien que a claras luces ya no está.
Apenas te rocé con la yema de los dedos, fue más que suficiente para constatar la tragedia.
Aquellos ojos entreabiertos, vidriosos, vacíos, secos (como los ojos de los peces muertos), se mantenían fijos y estrábicos. Tu cuerpo fijo, inmóvil, arrollado de tu lado de la cama, un ovillo de carne tiesa, los músculos contraídos, la piel apagada. El pelo desparramado en la almohada, fino, despeinado y esos ojos, no puedo más que ver esos ojos... ¿de quién son esos ojos que ahora no son tuyos ni míos?
Apoyé mi mano en tu frente gélida e intente sin suerte terminar de bajar tus párpados. No es tan sencillo como en las películas, no es tan fácil como parece.
La boca entreabierta, los labios partidos y secos, el grito en la garganta, dormido aprisionado, como mi angustia, como el llanto que se me quedó en mitad de cuello, atravesado como un alfiler, pinchando y lastimando. Traía un sabor metálico en la boca, un sabor que mastiqué, tragué y regurgité. Tú, en cambio, lo mantenías en el paladar, pude sentir el olor, el hedor de la muerte flotando en tus labios.
¿Cómo has podido traicionarme de este modo? Siempre dijimos que yo me iría primero, que soy incapaz de soportar esto, que no tengo las tripas ni la voluntad para aguantar solo sin ti este maldito y egoísta momento.
Salí descalzo de la cama, el piso no estaba ni la mitad de frío, encendí la hornilla y calenté una caldera de agua, suficiente té para dos, absurda y acostumbradamente para dos. Cuántas cosas serían absurdas para dos a partir de este momento. Tomé el teléfono sin siquiera mirar la hora, no recordé ni un solo número, sabes que siempre te los pregunté. Busqué la libreta absurda que tiene tu caligrafía, el pulso que perdiste, la tinta reseca como la sangre y llamé a la menor cantidad de gente posible, creo que es lo que corresponde, lo que se estila en estos casos supongo. Hijos, parientes, yo qué sé…. gente que no está acá; que no tienen los ojos abiertos, que verdaderamente duermen, que preguntan infinidad de estupideces: ¿cómo pasó?, ¿cómo estás?...
El nudo asfixiante de la gola y la noche aún adolescente, más adolescente que nunca, el té con gusto a rayos y el agua que no calienta, pero quema la boca.
Justo a mí que jamás entré a un velorio, que le tengo pánico a la muerte, a los muertos por ósmosis. Justo a mí que me quedo con lo último que me das, preferiría mil veces ser yo el primero, así soy de egoísta, así soy de dependiente. Me vino a la mente tu mirada de indiferencia, de rencor, de reproche; también de amor, de perdón, de piedad... cualquier mirada es mejor que esta de ausencia y frío. Contuve el impulso de regresar al cuarto, de reprochártelo en la cara, de llevarte la taza de infusión que preparé inconciente.
El resto es el ritual imbécil: el traje negro, la corbata, los zapatos que lustraste por última vez y la camisa de casamientos, bautizos y funerales a los que nunca entré. La silla solitaria, el sofá opaco para seis, el café rancio, el olor a madera y muerto, los golpes en la espalda, las palabras de aliento, el susurro del cuarto, las anécdotas del susodicho, los chistes malos de fondo, el llanto de los que te han querido bien, de los que se sienten en el compromiso y este nudo filoso que me rompe la garganta.



Adrian Dourrom (Sebastian Sastre)

Código de registro: 1701230427047

: 23-ene-2017 5:06 UTC

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